Hay días que no se olvidan. Que es imposible borrar de nuestra mente. Que se quedan marcados, ya no en la memoria, también en el corazón. Recuerdo el día en que me rompió el corazón… pero no me rompió a mí.
Estaba en el trabajo. Por aquel entonces teníamos varias tiendas y yo estaba en la principal, junto al ayuntamiento y la plaza del pueblo. Era de tarde, ese momento en el que no había mucha gente aún. La luz del obrador estaba apagada, y ahí estábamos, los dos, casi en penumbras.
__ Necesito tiempo.
Creo que casi me reí. Aquellas dos palabras me parecían tan irracionales que si, me reí. Con esa risa nerviosa que te sale cuando no sabes muy bien lo que está ocurriendo. Pero aquello no era en absoluto gracioso.
__¿Tiempo? ¿Tiempo para qué?
Las fases en una crisis se parecen a las fases de una ruptura, o a las fases del duelo.
Negación.
Sin saber cómo ni porqué yo estaba dentro de una crisis de pareja, en la primera de sus fases. NO. No. Aquello no podía estar pasando. Mi esposo, con el que llevaba 21 años juntos, (desde mis 15 y sus 17), con quien tenía 3 hijos, con quien teníamos una relación maravillosa NO podía estar pidiéndome tiempo. Si éramos una pareja envidiable!!! Eso no podía estar ocurriendo.
En aquel momento, a pesar de tener algunas discusiones, de que el último regalo de cumpleaños que le hice ni siquiera lo abrió, porque estaba a años luz de sus gustos musicales por aquel entonces, a pesar de las distancias, no era consciente de estar en una crisis y seguí sin ser consciente hasta 2 días después.
La fase de negación es corta. Sobre todo cuando te encuentras con que existe una tercera persona. Nuestra mente, que ha intentado negar lo evidente, no puede contra la realidad y pasé a la segunda fase.
Rabia
Dos días después del día «inolvidable», mi esposo no regresaba a casa. Era tarde, pasada la 1 de la madrugada. Salí a buscarle y conduje por nuestra ciudad dando vueltas hasta que encontré su coche. Me estacioné cerca. Evalué la situación. Los bares y sitios donde podía estar a esas horas, en pleno invierno, y con tanto frío, estaban cerrados. Debía estar algo más lejos, así que me dispuse a esperar sentada en mi coche. Cuando lo vi llegar, salí a su encuentro. Se sorprendió. Le besé en la mejilla y tenía la cara tibia, no estaba frío como si viniera caminando desde lejos. Mi mente bullía de nerviosismo y ataba cabos a una velocidad mucho mayor de la que te imaginas. ¿De dónde venía si no venía de tomar copas en un bar? No tenía amigos que vivieran en la dirección por la que venía… ¿De casa de «otra»?
— Vienes de casa de alguien. ¿Tienes otra?
Su silencio confirmó lo que en ese instante mi boca dijo pero mi mente negaba. Pero si, había otra persona. Yo era ingenua, en aquellos momentos aún era ingenua. El shock fue tal que mis piernas se aflojaron y caí al suelo. Mi esposo, luego lo entendí, creyó que estaba haciendo teatro, fingiendo y en lugar de ayudarme a levantar me miró con desprecio. La rabia entraba en mi vida. Sentí como se me rompió el corazón …
Rabia por no haberme dado cuenta que llevaba meses engañándome.
Rabia por no haber sido consciente de sus mentiras, que ahora, a la luz de su infidelidad, aparecían ante mis ojos con una cruel claridad.
Rabia por haber sido tonta al creerle siempre y todo. Rabia hacia mí.
Rabia hacia él. Rabia hacia la situación.
Esta etapa fue algo más larga. Durante semanas estuve enojada, con todo, incluso conmigo. Estaba perdida. No sabía cómo enfrentar esa situación. No tenía ni idea. Me preguntaba una y otra vez. ¿Qué le pasa a mi esposo? ( de ahí el título de mi primer libro, entenderás mucho al leerlo) Se quería divorciar. Iba a marcharse. La rabia dejó paso al dolor más profundo jamás sentido.
Tristeza
No podía con mi cuerpo. No podía con mi vida… Mis pies apenas se separaban del suelo, lo rozaban continuamente. Mis brazos colgaban a ambos lados, como los de una muñeca de trapo.… las lágrimas… los suspiros… no podía comer… apenas dormía… bajé 10 kilos en dos meses… se me iba la vida, conforme sentía que se me iban las esperanzas de seguir casada, con mis hijos y su papá, todos juntos.
El dolor era tan grande que pensé en buscar ayuda. Fui a mi médico de cabecera y me dijo: Tienes principio de depresión, tómate una de estas cada 8 horas.
Durante dos días pasé de muñeca de trapo a zombie. Una tarde, trastabillé y a punto estuvo de rodar escaleras abajo. No quería morirme. No podía morirme de esta manera tan absurda. Las pastillas no me quitaban el dolor, me atontaban. Y necesitaba estar lúcida, despierta, si quería luchar por mi matrimonio. Dejé las pastillas y nunca más las volví a tomar. Acepté que ese dolor era inevitable y decidí que podía vivir con el mientras durara.
La mejor decisión
No iba a rendirme. La mayoría de las personas que supieron de nuestra crisis en aquel momento, sintieron pena por mi y me decían Sepárate. Déjalo. No te mereces esto.
Me rompió el corazón, pero no a mí. Yo no podía permitirme estar rota por siempre. Y menos en ese momento en el que necesitaba hacer algo con urgencia o perdería a mi familia . Mis hijos no se merecían que yo me rindiera, sino, que luchara. Gracias a aquella decisión no solo cambié mi vida, escribiendo el futuro que juntos habíamos soñado siempre. No solo recuperé a mi esposo y mantuve unida mi familia. También llevo desde 2010 ayudando a otras mujeres que pasan por la infidelidad y la petición de divorcio de sus esposos, a ser parte de la solución, a luchar y ganar.
¿Quieres tú también ser parte de la solución? Escríbeme